Joaquín Ortega Arenas.
Hace más de veinte años, escribimos un ensayo que intitulamos “El Juicio de Amparo. Mito y
realidad” cuya difusión se nos hizo imposible, no conocemos aun canales
efectivos de distribución y venta, sólo que en esa ocasión se operó un milagro.
A manos de un maestro de la Universidad de Puebla llegó un ejemplar y lo tomó
como parte de su curso. Cundió la curiosidad y una editorial poblana sacó una
edición “pirata”, y siguieron dos más, una en Guadalajara y otra en Monterrey.
El maestro causante indirecto de ese milagro nos invitó a dar una plática a la
que acudimos con gusto y me indicó que sus alumnos querían que les autografiara
el libro, pero que “eran de ediciones piratas”. --No hay cuidado---, contesté y
una vez terminada la plática, firmé y dediqué más de doscientos. En verdad no
lo consideré como falta o delito. Escribimos con la intención de que se lean
nuestros trabajos, no importa como….
Entre las primeras dudas que señale
en ese ensayo, se encuentra, que el de amparo no es ni puede ser “JUICIO”. No
provoca litigio entre partes; no hay actor
ni demandado, y juicio, como lo definen los Diccionarios, es,
“…El
juicio (del latín Judicare) es una discusión jurídica y
actual entre partes, y sometido al conocimiento de un tribunal
de justicia.
Esto
presupone la existencia de una controversia o conflicto
de interés, es decir,
la sustentación de derechos e intereses contradictorios o contrapuestos a lo
defendido por la parte contraria, y que la perjudican…”
Nuestros legisladores y tratadistas insisten en que es un
juicio y no un “recurso”, lo que convierte el problema en una simple duplicidad
de nomenclatura que, si bien no es correcto, a nadie perjudica.
La palabra “Amparo” como recurso, apareció en
España antes de Alfonso X el Sabio, (1221-1284) y sus
“Siete Partidas y el Fuero Juzgo”, en
que se puso en vigor “la carta de amparo” que era la que
daba el rey a alguno estatuyendo severas penas con las que podía ser castigado
quién lo ofendiera en su persona o en sus bienes. El procedimiento para
obtenerlo era simple y sencillo, bastaba con la queja oral o escrita del
ofendido para obtenerla.
Durante la Época Colonial, nos relata el eminente maestro
Andrés Lira González, en su libro “El
Amparo Colonial”, editado por el Fondo de Cultura Económica con prologo
del maestro Alfonso Noriega Cantú, (Nuestro
recordado “Chato”) que el amparo colonial es,
“…una
institución procesal que tiene por objeto
la protección de las personas en sus derechos cuando estos son
alterados o violados por agravantes, que
realizan actos injustos de acuerdo con
el orden jurídico existente conforme al
cual, una autoridad protectora, el Virrey, conociendo directamente como Presidente de la Real Audiencia de
México, de la demanda del quejoso agraviado, sabe de la responsabilidad del
agraviante y los daños actuales y/o futuros que se sigan para el agraviado, y
dicta un mandamiento para protegerlo…”
A la legislación del México independiente lo trajo la diputación yucateca encabezada por Manuel Crescencio Rejón, en mala hora, pues con el
ejército norteamericano ya sobre la Capital,
nuestro único y verdadero héroe Serenísimo Don Antonio López de Santa
Ana, asesorado por Mariano Otero, un hamponzuelo jalisciense a quién también
elevamos gigantescas estatuas, convirtieron esa noble arma de defensa, en
arma de dominación política que por desgracia, casi destruyó la noción bastante
limitada que de “federalismo” señaló
José María Luis Mora durante la
formación de la Constitución de 1824 en
su la que señalaba ( Catecismo Político
de la Federación Mexicana, México, 1831, Imprenta de Galván a cargo de Mariano
Arévalo), como,
“…aquel
en que se hallan reunidos varios gobiernos que son independientes en el
ejercicio de ciertas funciones de la soberanía y dependientes de uno general en
el ejercicio de otras…”.
Decimos limitada, porque en México nunca han
existido, ni ayer ni hoy, gobiernos independientes que puedan formar una
“federación”.
Hemos seguido “El sueño americano”, la Constitución de
1789, que estableció la unión de trece colonias inglesas establecidas en el
territorio, independientes y autónomas, (Nuevo Hampshire.
Massachusetts, Rhode Island
, Connecticut, Nueva York Nueva Jersey, Pensilvania. Delaware. Maryland, Virginia, Virginia Occidental. Carolina del Norte,
Carolina del Sur. y
Georgia.).
En la Nueva España no había más que la Nueva España, sujeta a la
voluntad irrestricta del Monarca Peninsular y gobernada por un Virrey. Evidentemente no era posible ni siquiera gramaticalmente formar una
“Federación” de una sola Colonia y, sin embargo, la establecimos en la
Constitución de 1824, haciendo caso
omiso de la Opinión del Diputado neolonés José
Servando Teresa de Mier, que como vidente señaló la inoperancia de
establecer una Federación sin “gobiernos
independientes” y la condenó en su recordado “Discurso de las Predicciones” a no funcionar jamás, como la
realidad, hasta el día de hoy, nos lo ha tenido presente.
Continuaremos con el tema, hasta
agotarlo.
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